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Islandia desde una roca: contemplando el fin del mundo

Sábado 7 de junio de 2014, por admin

Hay paisajes y paisajes. Todos merecen ser contemplados con el mismo grado de minuciosidad. Por eso no entiendo esa clase de turista que llega, por ejemplo, al Gran Cañón, tira la foto, y se larga. Los paisajes, todos ellos, merecen ser contemplados durante horas, o días, a fin de percibir cómo las diferentes horas del día modifican los colores de la paleta de la naturaleza.

Este paisaje en particular, el de Islandia, semeja el del fin del mundo. Porque Islandia es una tierra remota, lejos de todo, donde apenas crecen árboles. Negro, pedregoso, solitario, prístino. Como los paisajes de películas como Oblivion. El fin del mundo, vaya. Y allí me fui a contemplar y a experimentar sensaciones.

Islandia, tierra de hielo y fuego. Recalé en una tierra construida a base de historias e?picas narradas por las sagas de los vikingos, a base de leyendas de una profundidad poe?tica que era incapaz de alcanzar ninguna otra lengua, bien lo sabi?a Borges. Tambie?n era una tierra donde el alcohol era extremadamente caro, fuente de problemas continuos. Donde la cerveza estuvo prohibida hasta 1989 ante el temor del Gobierno de que los islandeses se volvieran alcoho?licos, como acabo? ocurriendo tras derogarse aquella suerte de ley seca. Tierras en las que brillaba el sol de medianoche durante el verano y la aurora boreal durante el invierno.

Atisbé, al otro lado de la bahía, la silueta de un volcán cubierto de nieve. Una pirámide llamada Snaefellsjökull; una enorme construcción natural, producto de ominosas fuerzas tectónicas, que era protagonista de Viaje al centro de la Tierra, de Julio Verne: «Desciende por el cráter del Snaefellsjökull cuan- do la sombra de Scartaris lo acaricie, antes de las calendas de julio, viajero audaz, y llegarás al centro de la Tierra».

Tomé asiento en una roca de la que brotaban algunas crestas de hierba, y sencillamente puse mis ojos sobre aquella estampa de cuento. Contemplaba el paisaje pensativo, concentrando, calibrando cada detalle, observando cómo la luz cambiaba las cosas y movía las sombras. En aquellos momentos, cualquier interrupción hubiese roto la magia; porque mi cabeza era como un daguerrotipo: el menor movimiento o interposición de otro objeto extraño bastaba para echar a peder el retrato o el paisaje.

Tampoco había casi árboles en Islandia, ni bosques. Los hubo siglos atrás, pero fueron desforestados para la construcción de barcos y casas. Ahora el islote lo formaban miles de toneladas de roca pelada. Aunque también era una tierra muy verde, y negra, y blanca, circundada de mar gris. Cuando en 1966 la NASA buscó un sitio parecido a la Luna para adiestrar a los astronautas del proyecto Apolo, terminaron por escoger Islandia.

En la radio sonaba Björk, y los duendes canturreaban aquella canción que hablaba de orgasmos. En lo alto, entre la bruma, se divisaba el Vatnajökull, el glaciar más grande de Europa. En cualquier momento podría haberse materializado un coro de valquirias.

Una tierra también desierta en lo concerniente a los perros. Pues en 1924 se había aprobado una ley que prohibía la tenencia de cánidos en la ciudad porque, según ciertos informes, éstos podían contagiar unos quistes peligrosos para la salud de los hombres. Hasta hacía bien poco (cuando fue derogada la ley), quien poseyera uno de estos animales de compañía podía ser multado con dos mil coronas o una semana de cárcel.

Para mis adentros, quería creer que era como Kant, de quien se dice que el solo desarreglo o cambio de un botón en uno de los alumnos de su clase era capaz de hacerle perder el hilo del discurso. Lo que yo pretendía era no perder el hilo con aquellas cumbres que empezaban a oscurecerse progresivamente. Supongo que suena un poco ñoño o, también, profundamente afectado. Pero eso ocurre porque posáis los ojos en los píxeles que manchan la pantalla donde estáis leyendo. Si vuestros ojos estuvieran ahora enfocados hacia el lugar que yo los enfocaba entonces, probablemente os sentiríais invadidos por esa extraña poesía de la que ahora no puedo dejar de impregnar estas palabras.

Entonces, me acordé de un pensamiento (ya puestos a recrearnos en la prosopopeya) escrito por Ernestina de Champourcín, una mujer que formó parte de una asociación de mujeres visionarias españolas de principios del siglo veinte, el Lyceum Club Femenino, cuya pretensión era conspirar para adelantar el reloj de España mediante la mejora de la educación. De esta mujer, junto con el resto, pertenecientes todas a la más brillante generación de mujeres de España, habla largo y tendido José Antonio Marina en su libro La conspiración de las lectoras. Pero ahí va la reflexión de esta gran viajera y feminista recalcitrante, que de algún modo no sólo justificaba que mis posaderas estuvieran sobre aquella roca sino el largo viaje para llegar hasta allí:

¿Por qué ese afán de incluir al poeta, al contemplador, en el grupo de los estáticos y de los inactivos? La contemplación es una acción. El que la ejerce actúa sobre las cosas interpretándose y gozándose en ellas. Me encantaría ser aviadora. ¡Qué poemas inéditos debe haber en el aire! Eso sí, me guardaría mucho de llevar pasajeros. La acción de los contemplativos es destructora. Hay momentos en que incluso a los poetas nos pesa el éxtasis. Si yo pudiera, los trenes del mundo no tendrían secretos para mí y las carreteras más lejanas conocerían por su latido el motor de mi auto. Mi idea consiste en correr, correr desenfrenadamente y pararme un poquito todos los días a paladear hondamente, gustosamente, los kilómetros recorridos.